«No tengo huesos de caña suficientes para satisfacer a mis clientes. Solo te puedo vender uno», se excusaba el otro día el dependiente. Había acudido a mi carnicero de confianza en busca de los ingredientes necesarios para preparar un cocido y me fui desolado. «Es que los proveedores prefieren reservarlos para los restaurantes, les sacan más rentabilidad», se excusaba el carnicero.
¿Pero desde cuando el hueso de tuétano se ha convertido en un capricho de sibarita? «Se trata de un producto buscado por quienes desean sabores intensos. Es una sustancia grasa, de color blanquecino, que se encuentra el interior del hueso de res. Está compuesto por minerales, vitaminas y proteínas, por lo que resulta un alimento nutritivo. Su atractivo gastronómico se debe a su indescriptible untuosidad. Debido al alto contenido de grasas mono-insaturadas y a su sabor a nuez cremosa, que hace explosión en boca», indica la web de Cesáreo Gómez, uno de los mayores especialistas de cortes bovinos de Madrid, que vende últimamente los huesos abiertos al centro, preparados para ser gratinados como está de moda, a 10,60 € el kilo.
Ahora resulta que un descarte que antaño se regalaba a los buenos clientes para hacer caldo se cotiza más que, por ejemplo, unas chuletas de cerdo blanco (9,80 € el kg en la misma página). «Me entusiasman los tuétanos gigantes, hervidos o asados y untados sobre pan tostado con algunas escamas de sal. ¿Y a quién no? Huesos de caña grandes, de vaca vieja, esos que esconden una médula con intenso sabor. Seamos sinceros y demos rienda suelta a la pasión. Hablamos de un plato barato con el que se puede morir de placer. Los tuétanos tienen algo especial. Son un testimonio de la perversa seducción de las grasas a la que alude el sociólogo francés Claude Fischler en su obra L’Homnivore: le goût, la cuisine et le corps (1993). ¡Al diablo con los lípidos y con cualquier razonamiento psicosomático, hagamos reverencias al sabor!», escribió al respecto mi admirado amigo José Carlos Capel.
Con su sincero entusiasmo, el veterano crítico gastronómico y presidente de Madrid Fusión estaba destapando una tendencia culinaria en auge como es la del tuétano servido, no como complemento de una receta, sino como un plato completo en restaurantes de alto nivel. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Por un efecto mimético que viene dándose últimamente en el circuito de la llamada bistronomie: un término acuñado en 2003 por el periodista francés Sébastien Demorand cuando oficiaba en la revista Le Fooding, que podría traducirse como «alta gastronomía sin oropeles» (Alexandre Cammas dixit).
Volviendo al tuétano de hueso bovino, al parecer, los buitres tibetanos lo aman tanto que, para extraerlo de su recipiente natural óseo, vuelan con un hueso en el pico hasta muy arriba y luego lo tiran para que, por efecto de la caída, éste se rompa permitiéndoles acceder al rico manjar. Sin compararnos con estas aves rapaces de pico tan fino, popularmente llamadas quebrantahuesos, a los humanos nos gusta también comer la médula de nuestras terneras y vacas: esa deliciosa sustancia blanda que rellena la diáfisis de los huesos largos como el fémur y cuyo sabor y textura incomparables tiene por único defecto su alto contenido en grasas saturadas y su parentesco directo con el colesterol.
Verdadera tentación culinaria de los recetarios más primitivos, el tuétano se viene empleando en cocina desde tiempos remotos, siendo parte fundamental de cualquier puchero antiguo, desde la olla podrida castellana hasta el cocido madrileño y todos sus parientes. Los italianos también han hecho de él un clásico en simbiosis con el risotto y en algunos bistrots parisinos lo sirven como entrante, dentro del hueso, acompañado de pan tostado y flor de sal.
Así lo probé por primera vez en París, a modo de aperitivo, en un bistrot de la rue Vignon especializado en cocido llamado Le Roi du Pot au Feu, que creo que aún sigue funcionando. ¡Con una frasca de tinto joven del Beaujolais, aquel os à moelle –como le dicen en el país vecino– era una verdadera fiesta!
La experiencia iniciática con el hueso de caña gratinado, en vez de hervido como lo había comido hasta entonces, me abrió el paladar a un nuevo uso de la médula bovina. Corrían los años 90 y pronto descubriría, en sucesivos viajes por Europa, que este ingrediente tenía mucha más enjundia de la que le suponíamos los aprendices de gastrónomos celtíberos.
Por supuesto, todos habíamos leído a Ángel Muro aconsejar en El Practicón (1894) el tuétano como acompañamiento perfecto para el chuletón y a Augusto Escoffier recomendar su consumo para alimentar a niños y ancianos, debido a su poder reconstituyente –es rico en hierro, vitaminas y ácidos grasos–, al tiempo que proponía una preparación con macarrones, cangrejos de río, besamel y trufa. Pero todo eso sonaba a cocina viejuna…
Igual que otro plato entrañable que me dejó patidifuso la primera vez que fui a Jockey en 1990: la patata San Clemencio, creada por Clemencio Fuentes tras ver a un cliente aplastar el tuétano de un cocido sobre una patata hervida y que el añorado Cristino Álvarez definió un día como «el Rolls-Royce de las patatas rellenas». «Era una de las glorias de la casa, que encantaba al maestro Néstor Luján», recalcaba el cronista. Jockey era entonces el restaurante insignia de la restauración pública madrileña y el propio autor explicó la receta con todo detalle en su libro Memorias de un cocinero (2012): «Asé una patata, la vacié y mezclé la pulpa con tuétano, añadiendo trufa y foie-gras. Por encima puse unas láminas de tuétano, crema y más trufa».
La trufa, evidentemente, es amiga íntima del tuétano, igual que los puerros, y ambos elementos intervienen en la entrañable tostada de tuétano con huevos revueltos y boletus que la familia Hevia viene sirviendo, desde 1980, en su establecimiento homónimo de la calle Serrano. Y, siguiendo con platos iniciáticos, no puedo dejar de recordar aquel tuétano con caviar con que Ferrán Adrià rompió moldes en elBulli en 1992, que el gran Juli Soler gustaba acompañar con un champagne millésimé con años de botella, pero que también iría bien con un grand cru blanco de Borgoña o incluso con un fino amontillado. Pero eso son honradas excepciones para connaisseurs.
Es posible que la moda de servir el tuétano como un plato con su propia entidad la iniciara Fergus Henderson hace dos décadas, en el St. John de Londres. Desde que este chef enamorado de los bistrots más canallas de la capital francesa abrió su casa de comidas cool en el barrio de Barbican, en octubre de 1994, sus roasted marrow bones with parsley salad and toast son un favorito inmutable de la carta, que la prensa inglesa ha definido como «un símbolo de su estilo de cocina agresivamente humilde y un clásico atemporal». Para ser una hábil adaptación de un entrante típico parisino –pienso en L’Os à Moelle de Thierry Faucher en el XVème arrondissement–, estos periodistas británicos exageran un poco en su valoración. Lo cual no debe restar mérito al simpático Henderson, capaz de colocar dicho establecimiento en 2009, cuando se hallaba en la cresta de la ola, en el puesto 14 de la lista 50best.
«Supongo que estoy casado con el plato. Nunca hay un momento aburrido entre el hueso y yo. Quizá por eso es el único plato que sigue en carta desde que abrimos», explica el cocinero. No hay cliente neófito, por muchas prevenciones que tenga, que se vaya de St. John sin probarlo. Cuando yo estuve, no me sorprendió tanto el tuétano horneado –que cualquier gourmet afrancesado conoce– como la ensalada, cuyo origen se remonta a los tiempos de Henderson en The Globe en Notting Hill y que, como este explica en su libro Nose to Tail Eating (2004), está inspirada en las creaciones del legendario chef-escritor Rowley Liegh en el mítico Kengsington Place. Los ingredientes son simples: perejil, chalotas y alcaparras, aderezados con aceite de oliva virgen extra y jugo de limón y sazonados con sal gris y pimienta negra. Tan simple y tan adictivo.
Volviendo a nuestro querido tuétano, si Henderson le otorgó cartas de nobleza, fue seguramente el sueco Magnus Nilsson, quien en el extinto Fäviken –el restaurante gastronómico más cercano al Círculo Polar Ártico– puso en boga el hecho de cortar el hueso longitudinalmente. Una presentación que se ha impuesto en la última década no solo por el efecto visual altamente instagrameable, sino por la facilidad para rebañar el hueso con pan o una cucharilla. Además, permite enriquecer el tuétano con algunos toppings, a cuál más original u oneroso.
Cuando estuve cenando y alojado en Fäviken, en invierno de 2012, Nilsson lo cortaba con sierra apoyándose en un tronco de madera situado en medio del comedor, para regocijo de la clientela, y luego lo servía a cada mesa acompañado con dados crudos de solomillo de buey, zanahoria rallada y sal de hierbas. Mientras, fuera, caía la nieve y pareciera que fuera a surgir un oso blanco en cualquier momento de aquel paisaje crepuscular de película gore.
¿Cómo llegó esa forma de presentarlo a México? Ni idea, aunque sospecho que los congresos gastronómicos pueden tener algo de culpa. El caso es que el tuétano se sirve de esta forma en los mejores restaurantes mexicanos de la nueva hornada y así lo hemos probado en ocasiones, preparado por Enrique Olvera en Pujol (tamal de tuétano y chipilín) o por Daniel Ovadía en Paxia (tuétano al horno, garbanzo, chilpito de nopal, ceniza de tortilla, reducción de cebolla quemada). Roberto Ruiz lo popularizó en el madrileño Punto MX y, desde entonces, han surgido innumerables adaptaciones, incluidas las del propio Roberto que ha ido sofisticando la receta y llevándola consigo en sus distintas mudanzas (Barracuda MX, Can Chán Chán), con un acompañamiento de atún rojo toreado y aguacate.
Cuentan los profesionales que el tuétano se cocina fácilmente en casa para sorprender a las visitas con un entrante resultón. Hay que solicitar al carnicero que corte el hueso entero longitudinalmente. Luego se asa al horno a 175 grados durante 15 minutos y se sirve con los ingredientes que más nos apetezca encima, dando lugar a un pequeño festín hogareño que merece la mejor pareja en la copa; véase un tinto refinado y floral, tal que un pinot noir, un nebbiolo, un simpático gamay o una delicada garnacha de la Sierra de Gredos.
Fuera de casa, en Madrid, he probado recetas con tuétano a cuál más satisfactoria, empezando por la de mi querido Sacha Hormaechea en el restaurante que lleva su nombre en Madrid (tuétano asado con salsa de vino), siguiendo por Juanjo López Bedmar en La Tasquita de Enfrente (tuétano asado con caviar y puré de patatas), Ricardo Sanz en el Hotel Wellington (niguiri de tuétano con caviar y huevo frito). Sepan que en la Villa y Corte existe incluso un restaurante llamado Tuétano (Santa Engracia, 76), que propone varios platos con dicho ingrediente: desde el canónico steak tartar con tuétano hasta el tuétano con romero y jamón ibérico o el tuétano con gambita roja y reducción de sus cabezas.
Claro que el mayor loco por la médula que conozco a orillas del Manzanares es Dabiz Muñoz, que lo emplea desde hace lustros en las cambiantes cartas de DiverXo y de su local de cocina callejera StreetXO. Me vienen a la memoria bocados como el dim sum de patata canaria con tuétano; el tuétano con cococha de bacalao; el mole verde de hinojos y tomatillo verde, aguacate, pulpo de roca al vapor y tuétano y, más recientemente, el muy complejo dumpling de sopa de jabugo y hierbabuena, con tuétano asado y costilla de vaca confitada.
Si están pensando ustedes en escaparse por la piel de toro y saltarse la dieta emulando a los buitres quebrantahuesos, no dejen de ir a probar el tuétano de corzo con quisquillas de Iván Cerdeño en Toledo o el tartar de ostras y tuétano con jugo de ternera de Marcos Morán en Casa Gerardo (Prendes, Asturias). No les digo de acudir a Mugaritz a pedirle a Andoni Luis Aduriz su tuétano con escabeche de longueirones porque el chef guipuzcoano cambia el menú cada temporada y no hace flash-backs… pero, si tienen curiosidad, creo que la receta está publicada en internet.
Finalmente, mientras me documentaba para el artículo, me he quedado muy sorprendido con la apasionada y casi lúbrica descripción que hace Marcel Ventura en Letras Libres del ostrón con tuétano de Albert Raurich en el Dos Palillos de la Ciudad Condal: «Es lo más parecido a pagar por sexo. Es un plato que vale un viaje. Es besar a Scarlett Johansson. Es perder la virginidad sin preguntarse: ¿Y esto era todo?». Creo que iré pronto a Barcelona, a ver cómo es eso…