Rafael Chirbes (1949-2015) armó buena parte de su literatura con la costa de Levante y el Mediterráneo como escenario de su obra y de su vida. En paralelo, el escritor valenciano disparó más de 20.000 negativos, fruto de sus viajes como redactor de la revista Sobremesa, especializada en vinos y gastronomía, de la que fue fundador, director y reportero. Casi cincuenta imágenes procedentes de su archivo se exponen hasta el 1 de septiembre en la sala Domus del Pórtico de Cartagena como parte de la programación del festival La Mar de Músicas, que este año ha cumplido su 29ª edición, dedicado a las islas del Mediterráneo.
Rafael Chirbes. Mediterráneos se exhibe en una sala que recibe su nombre de los restos arqueológicos que se encuentran en el sótano, un yacimiento de la época romana y bizantina, que puede visitarse en paralelo a la muestra. Eugenio González Cremades, director general de Cultura y responsable del festival, cuenta que la idea surgió tras la lectura de uno de sus textos en los que el autor se descubre como fotógrafo. «Chirbes documenta el paisaje con imágenes que complementan los textos, son como flashes». Fragmentos que detienen el tiempo en una imagen: el blanco de las velas, el fulgor del mar, las cúpulas encaladas, los riscos pelados, los pescadores, las nuevas urbanizaciones, los agricultores, la alcachofa y el paisaje común de palmeras, olivos, viñedos, pita y alzabara.
Las fotografías, que se exhiben por primera vez, proceden del archivo de los fondos bibliográficos del autor de Crematorio reunidos en la Fundación Rafael Chirbes, ubicada en la localidad valenciana de Beniarbeig, donde el autor vivió la última etapa de su vida.
Las páginas, junto con las 20.000 dispositivas, imágenes que ilustraron buena parte de los 400 artículos que firmó para Sobremesa a lo largo de 15 años han sido digitalizados, pero la mayor parte de las imágenes se encuentran aún pendientes de la clasificación final. Manuel Micó, sobrino del escritor y albacea del legado junto a su hermana, envió una selección de unas 600 imágenes sin catalogar a Cartagena que abarcaba, entre otras, imágenes de la Costa Blanca, Egipto y Grecia y el Ayuntamiento se ocupó de la limpieza y restauración del papel para poder exhibirlas. «Somos mi hermana y yo», se excusa Manuel al teléfono por la tarea pendiente.
Al hilo de la exposición emerge un pasado casi olvidado como autor de reportajes literarios sobre ciudades a lo largo y ancho del mundo. Sus colaboraciones en prensa se hicieron habituales también en revistas como Ozono, Triunfo o Revista de Occidente. En la fase inicial de la que sería su gran obra literaria, el escritor firmó cientos de artículos como crítico gastronómico para la revista Sobremesa, fundada en 1984 y de las primeras publicaciones dedicadas al vino y la gastronomía. Editada en colaboración, con Vinoselección, un club de vinos, Sobremesa, intenta aunar cocina, vino y cultura. Manuel Vázquez Montalbán, Carlos Barral y Javier Tomeo, entre otros, fueron colaboradores de la publicación. En esa década floreció el periodismo gastronómico con gourmet literarios en la estela de Josep Pla.
Reportajes y gastronomía
El autor de Los disparos del cazador pasó de fundador y director de la revista a ejercer como reportero. Durante 15 años viajó por numerosos países, en un primer momento acompañado de un fotógrafo, pero después optó por moverse en solitario y firmar texto y fotos. Junto a los reportajes, escritos en primera persona, tan sobrios como bien documentados, se adjuntaban pequeños despieces sobre cómo llegar, dónde comer o donde alojarse, lo que constituía toda una novedad en la época. Además de reseñas gastronómicas, lee y escribe sobre vinos. Recorre las zonas vitícolas y entrevista a enólogos y productores. También cata, pero confesó que aprendió «sólo hasta cierto punto, porque para saber de verdad de vinos hay que saber química».
«Me gustó mucho lo que aprendí durante esos años. La historia de la cocina es fascinante y saber de todo ese trabajo que exige la producción de alimentos en los que casi no reparamos mientras los consumimos: saber de ese esfuerzo te ayuda a respetar el trabajo ajeno: cómo se pesca el atún en una almadraba, cómo se cultivan las ostras del Atlántico francés o el café de Colombia, o cómo se elabora el tequila en Jalisco», cuenta en un texto extraído de la web de la fundación. «Además, saber historia de la gastronomía y de la cocina te ayuda a relativizar las cosas y a desmontar los tópicos nacionalistas. Creemos que el azúcar viene de América, cuando hace 500 años los Borja lo cultivaban en Gandía. El azúcar lo llevamos desde aquí, desde este lado del mar. O el café, que viene de Arabia, y ahora muchos piensan que es colombiano o brasileño; la historia del té es apasionante porque está en la raíz de la independencia americana, y cuando decimos tortilla española hablamos de patatas que vinieron de los Andes y el gazpacho andaluz lleva tomates y pimientos traídos de América».
Para su trabajo como escritor de viajes se sirvió de su relativo conocimiento de las lenguas. Más o menos bien sólo dominaba el francés —por haberlo estudiado: «Es el único idioma en el que no soy autodidacta, aunque me lo enseñaran mal», contaba—, pero, sobre todo, por haber vivido en París y en Marruecos. Se maneja mal que bien en inglés y en las lenguas latinas —«en general todas las leo mejor que las hablo»—: italiano, portugués, gallego, y, claro, el catalán o valenciano, que es su lengua materna.
En 1988 publica Mimoum (Anagrama), su opera prima, finalista al Premio Herralde de Novela, en la que describe la vida de un profesor español en Marruecos. Arropado por Carmen Martín Gaite, a la que consideraba su madrina literaria, su balanza creativa se inclina del lado de la literatura. Le siguen En la lucha final y Los disparos del cazador, pero será con La larga marcha, su novela más ambiciosa sobre la posguerra española y la represión franquista, la que lo sitúe entre los escritores del momento. Pese al éxito literario, Chirbes mantuvo intacta su pasión por la geografía y los paraísos perdidos de la infancia.
Publicó Mediterráneos (Anagrama) donde reunió artículos, firmados entre mayo de 1986 y mayo de 1997 sobre Creta, Valencia, Estambul, Lyon, Benidorm, Roma Venecia, Alejandría, Djerba, Denia, El Cairo y Génova. «El Mediterráneo se ha convertido en un mar agonizante que ya no es corazón de casi nada», asegura en el prólogo. En el capítulo introductorio, Ecos y espejos reconoce que su fascinación por el historiador Fernand Braudel, al que leyó cuando era un adolescente, le llegó al descubrir que le había ayudado a excavar «capas geológicas» de su propio ser, detrás de las cuales se hallaba el Mediterráneo. No es la única apelación al poder misterioso y explicativo de la literatura y de los viajes: «Hay gentes, libros, ciudades, que no entendemos, pero que nos atrapan y nos obligan a visitarlos una y otra vez (…) Esconden algo que nosotros buscamos».