«Dulce de leche doble tentación. Dulce de leche clásico. Dulce de leche granizado. Dulce de leche mini Oreo. Dulce de leche tres sensaciones»: esta es la lista de helados de dulce de leche de una heladería cualquiera en Buenos Aires. Parece que, en la capital argentina, un establecimiento donde solo sirvan una variedad de esta delicia dulzona marrón clarito no puede ser tomado en serio. Y es que los helados en Argentina son cosa seria y, ante todo, omnipresente. En las muchas reuniones que celebran los lugareños, sujetas o no a las diversas festividades que han ido creando a lo largo del tiempo (el Día de la Niñez, el Día del Amigo, el Día del Periodista…), un kilo de helado nunca puede faltar.
Es tal la erudición heladera presente en los habitantes del país que yo, cuando voy a Argentina y en una cena de amigos me piden encargarme del postre, nunca oso llevar helado, no vaya a ser que elija los sabores erróneos y, además, procedentes de la heladería más denostada por mis anfitriones, cosa que ya me ocurrió en una ocasión.
Para quienes no somos heladeros acérrimos, no hay reglas tan claras en lo que respecta a los gustos y texturas. Tenemos cierta intuición, pero no podemos verbalizarla con tanta precisión como dos amigas porteñas, Lola y Vera, que me dieron una clase magistral de cultura heladera el pasado mes de agosto, durante el invierno austral. Según ellas, y tal como yo intuía, la norma no escrita para cualquier heladería argentina que trate de competir en un mercado tan exigente es contar con varias recetas de helado de chocolate y, por supuesto, varias de dulce de leche. Ah, y ofrecer también el de crema americana, que es el que sirve para acompañar postres como la tarta de manzana o algún otro pastel; es decir, lo que aquí llamaríamos helado de nata.
Lola me cuenta que otro sabor común es el llamado «Tramontana», un helado cuya base es de crema americana a la que se le añaden cereales bañados en chocolate y dulce de leche (desde luego, el minimalismo no impera en esta mezcla). Y añade: «Si tengo una primera cita con una persona y al ir a tomar un helado se lo pide de Tramontana, seguramente no la vea más». Ojo al dato: si alguno de ustedes tiene un ligue incipiente del Río de la Plata que le invita a tomar un helado, ya ve que ciertos sabores imprimen carácter a quien los pide.
También me hicieron ver mis porteñísimas amigas que los helados que vienen con tropezones de galletas son para según que personalidades, pues ese tipo de textura húmeda y blanda de la galleta en contacto con el helado no es para todo el mundo. El problema es que yo, al menos, no logro intuir cuáles serían los errores crasos que podría cometer en una petición de tarrina de helado de dos bolas. Se me ocurre que, sin ir más lejos, combinar menta con ‘sambayón’ sería catastrófico. Respecto a este segundo sabor, mis jóvenes interlocutoras no lo ven reprobable, y además añaden una curiosidad: el helado de ‘sambayón’ pesa más que los demás por la cantidad de huevo que lleva. Un recipiente con medio kilo de este sabor va a ser más pesado que medio de straciatella, por ejemplo.
Pero la anécdota más característica para mostrar la estrechísima relación de los argentinos con las cremas heladas, que al mismo tiempo revela lo desarrollada que está esta industria en el país, es la que me contó Vera mientras hablábamos del vínculo entre los helados y la clase social. Mencionó la marca Grido, que es industrial pero no por ello denostada por el paladar argentino medio. Tiene una gran fábrica y distribuye por todo el país, de ahí que durante la epidemia de covid la compañía ofreciese refrigerar las vacunas dentro de los muchos frigoríficos que posee para que su producto llegue al consumidor sin romper la cadena del frío. Me gustó mucho la historia, que sirvió para atraer mis simpatías hacia la empresa, siempre y cuando a Grido no se le ocurra añadir a su carta de sabores uno de Pfizer con trocitos de AstraZeneca.