¿Quién dice que España no protagoniza el gorigori internacional? Según el Informe Edelman 2024, nuestro país surfea las cimas globales con Estados Unidos, Suecia, Argentina, Colombia y Sudáfrica. Este singular grupo constituye el sexteto de países más polarizados del mundo.
El estudio, que lleva casi 30 años midiendo la confianza de los países en sus instituciones, sus líderes y sus medios, asegura que en España más de la mitad de la población, casi un 55%, ve su país ahora mucho más fragmentado de lo que lo recuerda en tiempos recientes. Un 65% cree que el desgarro social y la agresividad verbal son los peores vistos en toda su vida. En España, las causas de esta brecha de confrontación son la desconfianza en los líderes políticos y en los medios, la ausencia de una gran identidad común, las desigualdades inherentes, la ansiedad económica y la inseguridad social.
Mientras España se obceca en su concurso diario de perversiones ideológicas, la política occidental no parece ofrecer un panorama que invite ni siquiera a un autodestierro expat. Vuelvo una y otra vez a la definición de Ross Ashcroft del ocaso de una civilización: «Los sistemas políticos se van modificando con sutileza, al servicio de las élites dirigentes, que no dudan en corromperlos para enriquecerse personalmente. Las víctimas de estos cambios los aceptan con mansedumbre. Y como el ser humano es capaz de adaptarse para resistir a casi cualquier condición, el rasgo característico que nos ha permitido sobrevivir como especie es el mismo que nos oprime».
Una imagina a Ashcroft en una desquiciada tertulia de madrugada, con un fondo de pantalla de misiles iraníes lloviendo sobre Tel Aviv mientras asegura que Occidente sucumbe asaeteada por los cuatro jinetes del apocalipsis: la corrupción, el terrorismo, el empobrecimiento y el agotamiento de recursos naturales.
El final ralentizado de nuestra civilización occidental es tétricamente parecido al de los grandes imperios que la preceden. En su ensayo El destino de los imperios, el ensayista británico John Bagot Glubb analiza los ciclos de vida de las superpotencias imperiales, que suelen durar unos 250 años, o diez generaciones, desde los flamantes comienzos hasta la autoindulgente y hueca postrimería.
«Un imperio tiene seis tramos: la vanguardia; la expansión; el comercio; la prosperidad; el razonamiento; y la fase del pan y circo»
Según Glubb, un imperio tiene seis tramos marcados por una actividad protagonista: la vanguardia; la expansión; el comercio; la prosperidad; el razonamiento; y por último, la fase del pan y circo, que nos habría llegado intacta desde Roma. En esta etapa de automoribundia, las civilizaciones tienen rasgos distintivos: corrupción de las élites, ostentación de riqueza, creciente desigualdad social, masas hambrientas, Estado hipertrofiado y obsesión con el deporte, la gastronomía y el sexo.
Pensemos en los Weinstein, los Epstein y el más reciente escándalo del rapero estadounidense Sean Combs, cuyas fiestas sexuales con famosos son la ultimísima versión actual de las juergas dionisiacas griegas y las orgías romanas a lo Calígula. Falta por ver si su raza negra y su bisexualidad le blindarán frente a los cargos de crimen organizado, tráfico sexual y trata de personas.
La decadente etapa del pan y circo se caracteriza, nos recuerda Glubb, por el ardid del espectáculo como cortina de humo o maniobra de distracción política. El deporte sobrevalorado y pagado con sueldos astronómicos ya existía en Roma, donde el auriga Cayo Apuleyo Diocles ganó 35 millones de sestercios (unos 50 millones de euros) y se jubiló al poco de cumplir los cuarenta. La otra profesión superinflada en el crepúsculo imperial sería la de cocinero. En plena decadencia, el imperio romano, el turco y el español convirtieron a sus chefs en celebridades de renombre.
En nuestros tiempos la chifladura gastronómica, acompañada en formato audiovisual por el cine, va en progresión geométrica desde principios de siglo, con films como Chocolat, Sin reservas y Un viaje de diez metros hasta las recientes Delicioso, El menú y A fuego lento. Por no hablar de las series, desde Lo desconocido de Anthony Bourdain hasta la frenética El Oso, donde todos fingen vivir en una democracia gourmet, repitiendo sin cesar «sí, chef» y «gracias, chef», decenas de veces, cada vez más deprisa, mientras perpetran sus supuestamente elevadísimas vocaciones guisanderas.
En el caso de España, la prolongada decrepitud de su propio imperio, certificada con la pérdida las colonias, se une a su tardía incorporación a un Occidente agonizante. Lo que sí comparte nuestro país con el resto del planeta es otra profesión que Grubb no pudo incluir en su ensayo de 1978 por motivos obvios. Este oficio decadente que le faltó sería el del activista de salón, que lucha denodadamente desde el sofá por arreglar las injusticias del mundo tuiteando desde su teléfono móvil de última generación. Basta entrar en las redes estos días para toparse con hordas de euroidiotas frenando la Tercera Guerra Mundial a golpe de tuit entre mordiscos de telecomida. Si esto no es la petulancia contra la muerte, que baje Gómez de la Serna y lo vea.