¿Les gustan a ustedes las trufas? Supongo que sí. No me refiero a esos deliciosos dulces de chocolate, similares a un bombón, inventados en 1895 por un pastelero francés llamado Louis Dufour que oficiaba en la ciudad de Chambéry. Estoy hablando del hongo subterráneo en cuya búsqueda se emplean cerdos y perros adiestrados, que detectan por el olfato su presencia hasta a 30 centímetros de profundidad. Un comestible muy cotizado, que crece en terrenos calcáreos o arcillosos y vive en simbiosis con algunos árboles (roble, castaño, nogal, haya), cuyo nombre procede del latín tuber y que está viviendo este año una temporada memorable.
«What a good year for the roses» cantaba en 1970 el ídolo del country George Jones. Pues bien, yo esa balada romanticona sobre una relación sentimental que se rompe la reformularía estos días cambiándole el estribillo: «¡Qué buen año para las trufas!», podríamos decir. Y no estaríamos desacertados.
Será porque llovió abundantemente antes de las Navidades o porque el invierno se prolonga más de lo habitual… El caso es que la cosecha trufera 2024-2025 está siendo abundante y sobresaliente, tras una serie de temporadas francamente malas, marcadas por la sequía. Lo cual se traduce en que la Tuber melanosporum se halla ahora en plena madurez y aún podremos disfrutar de ella hasta bien entrado abril. Y, además, a precios más asequibles de lo habitual: entre 850 y 700 euros el kilo en origen, según los últimos datos del Mercado de Graus (Huesca).
España, por si no lo saben, es líder mundial en la producción de trufa negra y la localidad turolense de Sarrión (1.133 habitantes), la meca oficiosa de la truficultura planetaria. Nuestro país exporta más de la mitad de su producción, especialmente a Francia y a Italia, donde hacen pasar por suyas las Tuber Melanosporum españolas.
Y es que la región francesa del Périgord se considera, desde hace siglos, la zona trufera más prestigiosa de Europa (con permiso de la piamontesa Alba). Incluso existe una salsa propia de allí, la llamada sauce Périgueux, ampliamente citada por Escoffier y otros maestros de la cocina decimonónica, que lleva caldo, trufas, foie y setas. Pero la realidad es que muchos de los ejemplares que se comercializan internacionalmente con este marchamo proceden de la península ibérica y más concretamente de provincias como Teruel, Huesca, Soria, Lérida o Castellón. ¡Un truco comercial venial! Peor es la trampa de vender como Melanosporum imitaciones insípidas originarias de otras latitudes como la Tuber Brumale, la Tuber Indicum o la Tuber Himalayensis…
Algo parecido sucede con la trufa blanca de Alba o Tuber Magnatum, cuyo origen histórico se ha situado siempre en el Piamonte, que se da igualmente en Umbría, Las Marcas, Croacia y muchos otros países del arco Adriático. Eso sí, como grandes expertos en márketing que son, los italianos fomentan su leyenda organizando subastas como la que se celebra cada año en el Castillo de Grinzane Cavour (a 20 km de Alba), retransmitida en directo a Asia y América, donde se han llegado a pagar auténticas fortunas; véase el año pasado, 184.000 € por un imponente ejemplar de Magnatum.
¿Qué tiene la trufa, que enamora a tantos sibaritas? Ciertamente, la escasez y los altos precios contribuyen al mito. Pero no es una moda de nuestra época. Plutarco atribuía su origen al rayo cuando choca con el suelo y Alejandro Dumas proclamaba que la trufa «vuelve tiernas a las mujeres y amables a los hombres».
La «gema de las tierras pobres», como la bautizó Colette, puede ser de distintas tonalidades, dependiendo de su origen geográfico y de la estación, pero la negrísima Tuber Melanosporum es, para mí, la reina indiscutible del invierno por su inimitable intensidad aromática, toda vez que su prima hermana blanca (Tuber Magnatum) pierde gracia tras el año nuevo y resulta demasiado cara.
Alimento cada vez más escaso debido a la deforestación, una hectárea produce entre 40 y 60 kilos de trufas al año, que se pagan por encima de los 1.000 euros el kilo en las grandes ciudades y aún más caro en años de sequía. Si la comercialización de este hongo subterráneo ha estado siempre rodeada de un halo de misterio, con encuentros clandestinos en cruces de carreteras comarcales y operaciones con billetes y sin factura, su consumo lleva emparejada igualmente un aura de lujo, exclusividad e incluso sensualidad.
Las trufas se pueden consumir en casa, en recetas sencillas, asociadas al huevo y la patata. También alegran platos de pasta y de arroz, «siempre que no se mezclen con otros ingredientes de sabores potentes», advierte Julia Pérez. «Resultan deliciosas laminadas sobre el pan con un chorro de buen aceite de oliva. También hacen buenas migas con los quesos frescos o de pasta blanda, ralladas sobre ellos (queso de Burgos, burrata, flor de Guía, requesón…) son un espectáculo. Resultan deliciosas laminadas sobre el pan con un chorro de buen aceite de oliva. Van de maravilla en preparaciones dulces como la panna cotta», prosigue la periodista gastronómica en un artículo de Gastroactitud. «Para limpiarla lo mejor es ponerla debajo del grifo del agua fría. No pasa nada por mojar las trufas, siempre que después se sequen bien… En el momento de consumirla puede cortarse con la mandolina, en lascas finas o con un rallador tipo microplane. Este sistema hace que cunda más, el aroma sea más intenso en un primer momento, pero también desaparezca con más facilidad».
Saliendo de la cocina hogareña, la trufa es un ingrediente de lujo desde las antiguas civilizaciones: en Egipto las tomaban con grasa de oca, cocidas en papillote; en Grecia, aderezaban con ellas las pechugas de faisán; en la Roma imperial, Marco Gavio Apicio, propone en su tratado De Re Coquinaria hasta seis recetas con trufas, consideradas entonces como afrodisiacas. Durante la Edad Media, estos mal llamados tubérculos fueron considerados diabólicos y cayeron en el olvido hasta que se volvieron a poner de moda en el Renacimiento y ya nunca abandonaron las mesas de alcurnia.
Desde entonces, el pavo trufado es un fijo de los menús palaciegos europeos, igual que el foie gras truffé, que apasionaba en sus últimos años parisinos al compositor Gioacchino Rossini. Por cierto, si descubren ustedes en algún recetario antañón una preparación que lleve el apellido del autor de El barbero de Sevilla, no duden de que incluirá trufas a tutiplén. Por ejemplo, el tournedos Rossini, que consiste en una punta de solomillo brevemente pasada por el grill, servida con un foie marcado a la plancha y láminas de melanosporum.
La tradición en Italia es agregarla a un risotto. A mí me gusta igualmente sobre una simple tostada de pan de pueblo con el mejor jamón ibérico, con un buen puré de patatas al estilo de Joël Robuchon –esto es, con mucha mantequilla francesa–, o con el mismo puré y unos huevos pochés como la sirven en Madrid mis amigos de La Buena Vida. Fuera de la capital, en temporada me complace escaparme a comerlas al restaurante Baluarte de Soria, donde Óscar García Marina las prepara de mil formas. Y tampoco descarto una visita a La Lobita (Navaleno, Soria), a Can Jubany (Calldetenes), a Lillas Pastia (Huesca) o a La Trufa Negra (Mora de Rubielos, Teruel), que con ese nombre ya entenderán cuál es su leitmotiv.
Claro que, si tuviera que repetir un plato inolvidable, este sería el de Abraham García en el añorado Viridiana, donde la trufa negra se rallaba abundantemente a la vista del cliente sobre una sartén con huevos en salsa de foie y boletus edulis. Y, de mi querida Francia, no puedo olvidar mis dos recetas clásicas preferidas: la pularda de medio luto de La Mère Brazier y la sopa de trufas con costra de hojaldre creada por Paul Bocuse en honor del que fuera presidente de la República Francesa Valéry Giscard d’Estaign. He tenido la suerte de probar ambas en sus restaurantes originales, en Lyon, y aquello fue como viajar en el tiempo.
Aprovechando que la Melanosporum se halla en estos momentos en plena sazón y a precios casi razonables, antes de que termine la temporada voy a darme el gusto de comprarme una bien hermosa y llamar a unos amigos para laminarla sobre unos huevos fritos con patatas. Quizá guarde una parte para rallarla sobre un tartar de vaca vieja a la manera de la fassona piamontesa: apenas aliñado con flor de sal, pimienta negra recién molida y el mejor aceite de oliva virgen extra. Mi única duda es si regaré el menú con un gran Borgoña tinto, un Barolo, un Côte Rôtie o un Pomerol…